La guija no deja opción a ninguna duda. Los dedos se deslizan lentamente por la tabilla de madera y pequeños fantasmas vestidos de encaje, de tul desgarrado, con sombra de ojos negra, mirada perdida y aires grisáceos que ponen los penos de punta, se ponen en pie para vestir los árboles deshojados del invierno. Son los mismos aires de siniestra oscuridad que acompañan ese espíritu fantasmagórico del que esas niñas son dueñas y que atrae hasta el extremo.
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